El regreso de Jorge Lanata

Como un fenómeno climático que reitera sus huracanes y sus desbordes cada determinada cantidad de años, Jorge Lanata vuelve a la pantalla chica para alegría de algunos e infelicidad de otros.

Es verdaderamente indiscutible que Lanata jamás ha pasado ni pasará desapercibido. Ya sea por admiración o aberración de los otros, el creador de “Página/12” suma seguidores por cientos de miles en la Argentina.
Su nuevo desembarco “Periodismo Para Todos” (PPN) no dejó indiferente a nadie. Tal como lo hizo con “Página 12”, entre fines de los 80 y mediados de los 90, o con sus anteriores ciclos televisivos como “Día D”, o radiales como “Rompecabezas”, Lanata genera periodismo de alto impacto con muy pocos elementos. Aquí no hay llantos ni histeria. Tampoco abunda la superproducción. En el reino de Lanata todo se decanta por la obviedad o la omisión del despropósito político y social. Aquello que deberíamos ver pero que la aceleración de los tiempos nos lo ciega. Despojado, mínimo Lanata se muestra allí para apuntar con el dedo.
Uno de sus primeros programas estuvo en su mayor parte dedicado a su viaje a El Calafate y a un recorrido por demás cotidiano por la tierra de la presidenta Cristina Fernandez de Kirchner. El periodista desvergonzado que irrumpe en el patio de Cristina.
Como era de esperar no se alojó en cualquier hotel sino en uno de los dos que posee la mandataria en Santa Cruz. Quiso hacerlo en ambos pero un encargado del lugar se lo impidió, cuando ya se instalaba con sus maletas en el segundo, porque según argumentaron en principio desde la recepción el hotel estaba lleno aunque lucía tan vacío como la estepa patagónica. Después le confesaron que a él, si, su justo a él, no lo querían como huésped.
Con estas dos situaciones breves y superficiales, Lanata armó un programa para picar alto entre la audiencia demostrando una vez más su inteligencia y total manejo del oficio periodístico. Ofreció una pincelada, un bosquejo personal de cómo funciona el poder real de los Kirchner en la austral provincia y, por proyección, en el resto del país.
Con los años se ha vuelto mucho más importante lo que Jorge Lanata vive que lo que Jorge Lanata dice. Esto tal vez fundamente el hecho de que Lanata aparezca ahora ante su audiencia, en vivo y directo, amparado por un telón típicamente teatral. Su primer contacto con el público no es a través del periodismo sino mediante un monólogo guionado, donde se alternan visiones de la realidad argentina con una serie de gags de diverso voltage. Es como si quisiera quitarle peso a sus palabras para poder ir aun más lejos de lo que en verdad se le permite ir a un periodista. Un límite de irreverencia en el que se regodean los actores y los humoristas del stand up de los teatros off.
Después vienen las notas. La singularidad de Lanata realza sus acciones periodísticas. Su figura de personaje literario construido con las partes caprichosas que él mismo ha podido encontrar en sus muchas lecturas se volvió un sello. Lanata siempre vistió caro pero en el último tiempo ha acentuado el concepto. Su cuerpo voluminoso se enfunda en trajes, corbatas y sombreros que lo alejan de la imagen del reportero o del cronista tradicional y lo acercan a una versión cool de Michael Moore, otro embestidor por naturaleza pero que en materia de ropa y modales deja un universo que desear.
El Jorge Lanata que regresó de un ostracismo impuesto, según sus propias palabras, por los dueños y conspiradores del sistema televisivo, condimenta sus parlamentos con mayores dosis de ironía y agresividad. Durante sus años televisivos el periodista vio como el establishment le pasaba una onerosa factura por su éxito.
Su ingenio, sus desbordes, sus descubrimientos que pusieron en ridículo al poder no fueron olvidados.
En los últimos 4 años el escenario político dio múltiples volteretas, como suele hacerlo, se reconvirtió pero Lanata no estuvo siempre allí para testimoniarlo. Terminó apartado del eje. Lejos del centro. Recluido en el cable, en la radio o en columnas escritas y esporádicas.
Por esto es que su vuelta, bajo el amparo de una canal líder como el 13, está cargada con un inevitable espíritu revanchista.
Es factible pensar que durante su rica etapa gráfica Lanata permaneció “protegido” de los embates más amargos y salvajes tanto del poder como de la opinión pública masiva. “Página/12” funcionaba como un bastión intelectual, un hecho que instalaba la discusión, la suya, la de sus periodistas, la de sus adversarios, en un plano especial. Acotado pero revestido de prestigio.
Su ingreso a las grandes ligas de los medios donde el éxito se cuenta por millones de pesos y puntos de rating, antes que por la estatura dialéctica del contrincante, le significó ganarse nuevos y mayores enemigos.
Su evolución psicológica en el terreno televisivo es también una respuesta, a ratos brutal, a quienes lo confrontaron durante estos años con afiladas armas. De allí que Lanata y su programa se cierren sobre sí mismos: él y sobre todo él. Como un núcleo duro y apretado capaz de soportar los embates del poder.
Jorge Lanata entiende de sobra que la crueldad es parte del negocio que más lo seduce.

Cómo llegar a los 120 años

La ciencia asegura que no se trata de un cuento. En el futuro, cruzar la centena se volverá algo normal. Aunque los seres humanos para entonces no serán nada corrientes. Tomarán complementos rejuvenecedores y cargarán con válvulas y articulaciones irrompibles. La fuente de la eterna juventud, cada vez más cerca.

El artículo en Río Negro

Tu nombre en la proa

 

Como un regalo inmerecido, llega el viento a tu rostro y te invita a seguir. No sabes hacia dónde pero el sur espera. El final de los tiempos tiene la mesa servida. Hay un fajo de billetes en tus pantalones rotos. Buenas ideas dando vueltas por ahí. La vida llama. No me quiero ir sin darte las buenas noches. Sabor a tabaco. La tensión en los músculos. Viajar es perder el rumbo. Y escribir poemas se parece a buscar tesoros ocultos. Este barco tiene dibujado tu nombre y tus ojos en la proa.

Into the wild

Joven, impetuoso y soñador, Christopher McCandless partió hacia Alaska con unos pocos pertrechos. Allí murió meses después, probablemente de inanición.
Relatado de este modo suena a una de tantas vidas que se han perdido accidentalmente en medio de la naturaleza. McCandless no era un aventurero cualquiera. Al internarse en el peligroso territorio del norte no estaba pensando en volver con una pila de fotografías de impactantes paisajes o de sí mismo sosteniendo una trucha para que la vieran su hermana y sus padres. McCandless estaba harto de su núcleo y de lo que la gente esperaba de un chico de su edad.

Sigue el artículo en Río Negro

Extrañas la nieve

 

De pronto te quedas sin palabras.
En el medio del ruido mayor.
Y no hay novelas señaladas por las migas de pan, no hay poemas rotos, no hay cartas secretas, no hay diálogos telefónicos que ayuden.
Con las manos en los bolsillos avanzas a través de los días fríos.
La piel que fue ya no sería suficiente ahora.
Las voces que te animaron, los besos que fueron promesas incumplidas. No alcanzarían.
Extrañas la nieve. 
Los cielos azules y la vertiginosa sensación de crear un sol.
Extrañas perderte. 
Pero no haces nada al respecto. 
Esperando quién sabe qué milagros. 
Quién sabe qué nuevas canciones.

Norah Jones

 

Hay música que te lleva. Voces que tienen la inexplicable propiedad de moverte en el tiempo. Abren las ventanas que permanecen cerradas en tu interior. 
Después de todo, es lo que uno le pide al arte. Que pulverice tu rutina y transforme la palabra aburrimiento en una oportunidad de jugar con la fantasía. 
En otros escenarios, esperando para comenzar a trabajar a eso de las 5,30 de la mañana, encendía el fuego y ponía un disco de Norah Jones. La madrugada fría se perdía entre el aroma a café y la voz de la cantante y pianista estadounidense. Durante una larga temporada repetí el ciclo sagrado. 
Aunque la conocía desde antes (cómo no haberme cruzado con «Don’t know why» y «Come away with me»), fue entonces cuando realmente comencé a enamorarme de su música. Y de Norah, porqué no. Entre el admirador y el artista existe siempre un vínculo amoroso. Un deseo que resulta saciado una y otra vez en los caminos del arte. 
He pensando tantas veces en esto que supongo que en mi corazón se ha transformado en un proyecto: escuchar a Norah Jones en vivo. Mejor si es en Nueva York. Y una cosa lleva a la otra. Porque regresar a la Gran Manzana es una actividad en mi agenda de los sueños. A todo esto, «Back to Manhattan» es un bello tema que integra su último disco «The Fall». Necesitamos de un pretexto para alcanzar las posibilidades de nuestro destino. 
Es la cadencia triste de su voz. Es la capacidad de erguir o declinar su entonación de un modo que nos hace imaginarnos a una chica que tararea junto al río. Es la forma casual con que se acompaña al piano. Como si estuviéramos a un par de acordes de irnos a dormir. 
Toda vez que escucho a Norah Jones me invade la sensación de tener las valijas hechas. De convertirme levemente en otro.
Me ha pasado con algunas pinturas. Con unos cuantos libros. Pero al único lugar que vuelvo, es al espacio donde reina Norah.
La historia del jazz posee sus innegables gigantes. Esos virtuosos ungidos por el dedo de Dios. Los conozco. Los profeso. Los respeto. Sin embargo, Norah Jones parece salida de un bonito bar de Manhattan. De hecho, fue descubierta en uno de tantos que hay en la isla. Si ciudadanía no tiene bronce.
Días atrás vi una película que protagoniza junto a Jude Law,  «My Blueberry Nights» de Wong Kar-Wai. Me sorprendió la facilidad con que encarna el personaje. El natural devenir que reflejan sus ojos. Incluso en esos delicados momentos en los que el personaje debe llorar por una ruptura o aceptar con sorpresa que ha encontrado el amor una vez más. 
Su actuación me recordó a su música. Acordes del alma inquieta. Cercanía de la piel. Dulce conversación. Norah Jones me hace creer en la belleza de las cosas.

Argumentos repetidos

 

No todas pero casi todas las películas terminan repitiéndose. Y en ese casi radica uno de los sentidos de la vida.
Al tope de una imaginaria lista donde se registren los argumentos más usados deberían estar los filmes de acción, luego los de terror, luego las comedias, luego las películas de carácter humano, luego la realidad real. 
Ocurre porque es fácil. Porque la inercia sólo conduce a la inercia. Porque prueba a las almas bien pensantes que el sistema sirve, que las cosas funcionan y que la felicidad o la infelicidad, por periódicas, aberrantes o extrañas que resulten, siempre pueden ser invocadas cuando lo necesitamos. 
¿Necesitas un poco de tensión? Nada como un asesino que muere pero que renace cuchillo en mano en la ducha. ¿Un poco de risas? Ahí lo tienen al joven drogón (último animal de la fauna americana disoluta) que no entiende nada, no sabe nada pero permanece sentado, escuchando las desgracias ajenas con una sonrisa tonta en los labios y los ojos inyectados en sangre. 
La mayoría de los argumentos nos inducen al deja vú. En algún sitio, en algún momento, en algún tiempo pretérito, hemos probado ya ese plato. 
La vida imita a las películas. Torpemente pero lo hace. 
Claro, hay una diferencia sustancial con el cine: nuestro vivir carece de guión. Aunque nos esforcemos en ponerle límites al azar jamás estaremos seguros de cómo sigue y cómo acaba la historia que protagonizamos. Digo, al final todos morimos, el asunto es cómo se resuelve el trayecto de una punta a la otra. Con qué colores, bajo que escala armónica y a qué ritmo. 
Hay días en que la pregunta «cual es el sentido de esto» nos queda grande. En otros, en cambio, tenemos argumentos a mano que nos convencen y tranquilizan. Disfrutar de las pequeñas cosas, podríamos responder y sería suficiente. Y si no alcanza entrevero para la ocasión una frase de Jünger: como niños que juegan, recrear en las pequeñas cosas la creación de dios.
Ignorantes o preclaros, lo cierto es que nuestra película aun se está filmando. Estamos gestando destino. Cada mañana surge como una oportunidad de escribir con estilo y creatividad el siguiente capítulo.  
Perdidos o encontrados, tristes o dichosos, queriéndolo o no, estamos siempre en posesión de nuestros sueños. Unos entrenarán para subir un cerro, otros comenzarán a escribir un libro, alguien querrá aprender un nuevo idioma, un oficio o componer un blues. 
Sobre la página en blanco debemos anotar la primera letra.

El mérito de Marcelo Bielsa

Marcelo Bielsa lo hizo de nuevo.
Jugadores, políticos de turno y anónimos testigos de ocasión esperaban que el saludo entre el (¿ex?) entrenador de la escuadra nacional y el presidente de Chile, Sebastián Piñera, fuera unos grados más cálido que el anterior – languido y frío por parte de Bielsa, nervioso y resignado, por el de Piñera-, en las instalaciones de Juan Pinto Durán. Se trataba de una visita inversa. Era el mandatario el que recibía a la selección en el Palacio de Gobierno.
Nada cambió ente ambos. Un jefe pasó al lado del otro sin que se moviera una hoja. Para la historia del fútbol y la política trasandinos, la ausencia de mutuos afectos quedará como una anécdota más o menos menor en el marco de la hazaña deportiva y finalmente cultural que realizó este grupo de jóvenes liderados por un argentino.
Días atrás Marcelo Vega, jugador del seleccionado que participó del Mundial de 1998, dirigido por el uruguayo Nelson Acosta, abrió una polémica al tiempo que señaló una verdad. Según Vega: «La Roja del 98 fue lejos mejor que ésta». Y agregó, feroz: «Todos en Sudamérica tenían equipazos y por eso era difícil sacar puntos afuera. Había figuras como Valderrama o Etcheverry. Ha bajado mucho el nivel. Ahora no hay un (Ronald) Fuentes, (Pedro) Reyes o (Javier) Margas. A Alexis Sánchez aún le cuesta en el Udinese y acá es figura. Acosta colocaba a los jugadores en sus puestos. Bielsa tiene el mérito de moverlos».
Al contrario que Acosta, Bielsa ha debido moldear un plantel sin estatura, y no sólo de estatura física estamos hablando también de su alcance técnico, físico y psicológico. Si existe un mérito subrayable en este seleccionado, si existe una razón para que haya sido recibido con honores en la Casa de Gobierno, ese mérito y esa razón, le pertenecen sobretodo a Bielsa. Es cierto que Harold Mike-Nichols, presidente de la Federación Chilena de Fútbol, puso a disposición los recursos para que el entrenador trabajara a su gusto. Sin embargo, poco y nada se podía hacer con las carencias naturales de la selección chilena. Porque si Argentina tiene en cada convocatoria un abanico de posibilidades, Chile apenas puede sacar a relucir un puñado de jugadores eficientes. Salvando a uno o dos nombres, el equipo de Bielsa conforma un seleccionado de los menos malos.
Durante estos últimos dos años Chile salió a la cancha con un nombre por delante, Marcelo Bielsa, y con un propósito, dar pelea a quien se pusiera en frente. Los periodista españoles definieron a Chile como a un “equipo de autor”. De no haberlo sido, un equipo disciplinado que aceptó sin queja las coordenadas y las estrategias de su líder, probablemente no hubiera llegado tan lejos.
Chile carece de grandes figuras. La más prometedora, Humberto Suazo, comenzó lesionado el mundial y jamás se recuperó. Luego de estar a préstamo en el Zaragoza, se lo verá de regreso a otro de los tantos y ciclotímicos equipos mexicanos, el Monterrey. Y Marc González seguirá empecinado por la banda en la fría Rusia. Y Jorge Valdivia, perdido en Arabia Saudita, pujará por regresar al fútbol en serio. Y Alexis Sánchez tratará de esquivar a las soberbias defensas que frustran las pretenciones de su humilde Udinese. Y Jean Beausejour cumplirá su contrato con el América hasta que alguien pague lo poco que piden por él. Y Carlos Carmona hará un esfuerzo sobrehumano en la Fiorentina a ver si trasciende o lo ven o lo escuchan.
Chile fue una reafirmación de que el trabajo colectivo es una alternativa cuando la individualidades no destacan por su genio. No hay nada de qué avergonzarse. Cada uno iba detrás de la misma gloria y aunque fracasaron en el intento, se ganaron el respeto de los demás.
Por eso su vuelta resultó un acontecimiento y por eso Bielsa no necesitó adornar el protocolo.

Cosas diferentes

 

Tengo un nuevo libro entre mis manos. 
No sé aun si terminará en la lista de espera de los títulos que empiezo y luego voy postergando. Son muchos los que aguardan por un mejor momento personal. A todos les digo que si pero en el fondo les miento. Continúo raudo hacia otros y otros y otros libros que van llamando mi atención. No soy continuo. No soy serio en este aspecto. Leo impunemente, con voraz apetito, frotando mis manos y con una sonrisa nerviosa en los labios. 
Sin embargo, el libro del cual les hablo tiene un par de elementos que lo hacen distinto de los demás. Se titula «Las batallas en el desierto» (Tusquets), del poeta José Emilio Pacheco. Obra reconocida y largamente vendida en todo el mundo. Es un ejemplar pequeño que tiene en su portada la fotografía de un barrendero en Ciudad de México. 
Hablaba de lo especial. Pacheco da inicio a la novela con una bella cita de L.P. Hartley, tomada de «The Go-Between»que dice: «The past is a foreing country. They do things differently there». Que podría traducirse como: «El pasado es un país extranjero. Allí hacen las cosas de una manera diferente».
Luego el libro comienza así: «Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquél?».
Desde entonces, es decir, desde hace un par de días, «Las batallas en el desierto» y yo, vamos por el mismo camino, ocupamos las mismas mesas en los bares y nos dormimos a la misma hora. ¿Es buena la novela?, diré que me gusta. Prefiero que otros establezcan los parámetros de su calidad.
Me gusta su aproximación. El vínculo que se va formando entre personaje y lector. La energía con la que que convoca tu atención. Hay algo en el texto que me refiere. Y, acaso de un modo muchísimo más misterioso, existe algo en mi que una vez refirió al nacimiento del texto. Que es como decir que yo también vengo del pasado.
Uno nunca sabe. Por el contrario a lo que dicta el sentido común, tiendo a suponer, como Drexler, que todo es más complejo de lo que parece.
A veces, ya muy tarde y en ese estado que no podemos definir como conciencia ni tampoco como sueño, comienzo a escuchar el funcionamiento de otro mundo. La maquinaria rumiante de una realidad ajena. No soy capaz de ver que sucede del otro lado del espejo. Mis ojos permanecen cerrados. El sonido llega fuerte y claro. Un perro hace sonar su lengua y lo siento a centímetros de mi cara. Alguien abre una puerta o mueve sillas en un imaginario cuarto que no logro distinguir. Pero todo esto sucede, puedo jurarlo.
Es posible que mi afición por las letras y las películas me estén jugando una mala pasada. La vida tal cual la conocemos ya tiene sus historias y supongo que sumergirse en los libros es una manera de saturarse.
La primera hoja de un libro es también el primer acercamiento a un universo desconocido. Su escena interior, la que atesoran sus páginas, deja de permanecer inerte en el momento que posamos nuestros ojos sobre las líneas que alguna vez perpetró un escritor. Entonces surge el sonido y el color, el aroma y la textura de unos que hechos que conviven en paralelo. O lo harán, cuando el lector así lo permita.
Como esos sueños extraños que tengo y que a veces me poseen: otra realidad surge y toma cuerpo.
«The past is a foreing country. They do things differently there».  

Recontra enamorados

La curvatura de una espalda. El brillo de unos ojos. La expresividad de ciertas palabras. La manera, el estilo en los movimientos y en la ropa pueden desencadenar tormentas inesperadas.
La gente se enamora. Se lanza a la pileta con el último suspiro y espera que abajo todavía quede el agua suficiente para salir con la boca abierta hacia una nueva bocanada.
La ciencia no ha descifrado aun los laberintos de esta extrañísima forma de suicidio. Estas ganas de tenerlo todo bajo el riesgo de, al final, no obtener nada. No hay sortilegio. No hay conjuro que pueda contener la vocación por perderse, por apostar hasta los botones en un deseo, que albergamos los seres humanos.
Me he enterado ayer que los simios se matan unos a otros con el propósito de expandir su territorio. Una compañera de redacción me apunta que protegiendo lo suyo también los leones cometen sus pecados. Ya ven, en la parada del crimen humanos y bestias interpretan la sinfonía de la sangre.
Sin embargo, estoy convencido de que sólo nosotros somos capaces de perder la cabeza por amor. Y mejor no preguntes «de qué hablamos cuando hablamos de amor».
El asunto es que lo hacemos, nos estregamos. Regalamos el alma en bandeja de plata. Abrimos bien grande la puerta, de par en par, y todo lo que somos, todo lo que nos constituye, todo lo que nos define, sale corriendo hacia el objeto de la pasión.
Un angelito tierno, inocente y un poco tontolín nos avisa: «mirá que que podría salir mal».
¿Importa?. Aquí no hay espacio para el regateo. No hay dignidad que aguante. Este infierno posee su propio paraíso. Los ingredientes en juego, tanto nos hieren como curan la herida. O anestesian el dolor. En cada beso se conjuga un verbo distinto y se reinventa la vida proyectándose hacia más vida.
Quien no se ha enamorado no ha vivido.
¿Podrás encontrar a alguien más solo que al enamorado de un imposible?. Enamorado y rechazado. Que odioso resulta. Que incómoda sensación se nos queda pegada al cuerpo. Pero, ya lo dicen los piojos: «hay tanta belleza tirada en la mesa, desnuda toda rebalsada».
Como es obvio, desconozco la cura para tan terrible mal. Aunque, desde hace unos años, tengo la teoría, y creo fervientemente en ella, de que no nos enamoramos para el otro ni siquiera del otro, sino que lo hacemos en función de nosotros mismos. Amamos, o lo que sea que esto signifique, para testificar que la maravillosa energía vive bajo nuestra piel. Que arbitramos un don. Que con fanatismo y desmesura podemos de testificar que, si, estamos listos para patear el tablero del universo y hacer el click. A un milímetro de provocar el Big Bang, una vez más.
No por nada enamorados es como se hacen los hijos y se escriben las poesías.

El arte de la guerra

 

La estrategia ofensiva en sí misma no siempre ofrece un perfil de ataque total. En otras palabras quien no ataca, aun por extensos periodos de tiempo, no declara ni jura, ni se jura, que en un momento u otro no lo hará con el propósito de ganar.
En términos filosófico militares, en realidad, no existen las estrategias defensivas puras porque el único propósito de la defensa es lograr una victoria posterior. Defender en una guerra, es atacar. ¿Pero cuándo? Es ese otro tema.
Dice Clausewitz: “Una guerra en la cual las victorias solamente sirven para detener los golpes y donde no hay ninguna intención de devolverlos, sería tan absurda como una batalla en la cual la defensa más absoluta (la pasividad) prevaleciese en todas las partes y de todas maneras”.
La pasividad queda derruida en un cotejo futbolístico en el mismo momento en que un equipo sale a la cancha. Si el equipo ingresa al césped es porque ha decidido arriesgarse a un resultado positivo. Ya lo dijo el DT uruguayo, Oscar  Tabárez: “si nos toca enfrentarlos a los argentinos los enfrentaremos, no nos vamos a retirar del Mundial”.
Por supuesto, le resulta mucho más fácil pararse sobre el campo a un conjunto poderoso que a uno débil. Pero este punto no libra de responsabilidad al más frágil. Si se ha iniciado una guerra y un equipo, aun en inferioridad, se hace presente es porque existe una posibilidad de alzarse con la gloria o, en el más bajo escalón, de herir al enemigo.
¿Qué debe hacer, entonces, un oponente débil ante uno poderoso? Dice Clausewitz: “Un rápido y vigoroso cambio hacia la ofensiva – el relámpago de la espada vengadora – es lo que constituye los más brillantes episodios de la defensa”.  Y agrega: “La defensiva no es más que una forma ventajosa de guerra, por medio de la cual se desea procurar la victoria para poder, con ayuda de la preponderancia adquirida, pasar al ataque, es decir a un objeto positivo.”.
Esta idea de lucha, presenta el arte de la guerra como una suerte de tela elástica que se retrae y se expande dependiendo de la situación de las fuerzas en juego. Retracción ante el ataque, expansión  luego de la retracción donde existan lagunas o signos de agotamiento en las energías del rival.
Sin embargo, en la teoría, un oponente bien pertrechado, con inteligencia y amplios recursos debería demoler cualquier retracción. Recordemos los sangrientos eventos de la isla de Iwo Jima.
Volviendo al punto: ¿Qué hace un oponente con vocación pero sin la fuerza suficiente? Dice: Clausewitz: “Pero para que el que se defiende haga también la guerra, debe asestar golpes, es decir dedicarse a la ofensiva. Así la guerra defensiva comprende actos ofensivos que forman parte de una defensiva de un orden más o menos elevado”. En una guerra el oponente débil tiene una sola y auténtica oportunidad de triunfo: golpear de un modo fulminante a su adversario. Concentrar toda su energía en un tiempo y herirlo fatalmente. Recluirse luego, es parte de la estrategia. Dice Sun Tzu: “Sé rápido como el trueno que retumba antes de que hayas podido taparte los oídos, veloz como el relámpago que relumbra antes de haber podido pestañear”.

Entrevista con Charly Alberti

Charly

La leyenda del rock está ahí. De pie en un departamento de Roca, vestido de negro y zapatillas Nike verdes, definitivamente cool, listo darle curso a sus ideas.

El mismo hombre que junto a Gustavo Cerati y Zeta, recorrió buena parte del mundo ofreciendo recitales multitudinarios. El músico que marcó un estilo y estableció nuevos parámetros rítmicos y sonoros para el arte de tocar la batería.

Otras épocas. Otras vidas. Hoy Charly Alberti está volcado a temas tan trascendentes como concientizar a la sociedad sobre la protección del medioambiente y el calentamiento global. Alberti no se detiene, hace un tiempo descubrió que la provincia de Río Negro era una geografía para soñar y, porque no, vivir. El músico, se siente parte del sur. De modo que divide su agenda entre sus diversas ocupaciones que lo llevan a lo largo de Latinoamérica, y un proyecto muy conciso en Bariloche: recuperar el Centro de Convenciones de la ciudad, con el propósito de establecer un polo artístico y tecnológico de proyección internacional.

Entrevista completa en diario Río Negro

Veneno

Dependiendo de la distancia que tomemos de ellos, algunos tipos de veneno pueden prevenir, curar o matar. Pero la clave está en la distancia. O en la dosis, dirán. Me gusta pensar en términos un poco más poéticos: el veneno como una energía circular. Como el sol. Tirados en una playa, a ciento cincuenta millones de kilómetros, puede dejarnos un lindo bronceado. Un poco más cerca nos fulminaría sin piedad. Como el primer whisky con hielo de la noche que te invita a la charla. Ya tres te transforman en un tipo insoportable y balbuceante.

Este no es el lugar más apropiado para darle curso a una nueva perorata acerca de los excesos. Sólo apunto al hecho. ¿Tendrá razón Brian May cuando canta «Too much love will kill you». Supongo que a ciertos niveles «demasiado amor» deja de ser amor para convertirse en otra cosa. De todos modos, es una canción que no me gusta y que si me forzaran a escucharla un día entero tal vez sí podría terminar matándome.

En el fondo, si tiras de la cuerda, el veneno es una posibilidad intrínseca a todas las cosas.

En 1990 el joven Christopher McCandless,viajó hasta Alaska donde pretendía vivir al margen de la civilización. Se atrevió por un territorio salvaje, sin el conocimiento ni el equipo necesarios, y murió poco después de hambre. Alguien encontró un cartel en su refugio donde decía que había ido a buscar frutas silvestres y que necesitaba ayuda urgente. Así fue como el mundo se enteró de su final. McCandless se tiró de cabeza hacia el centro de su deseo y paradójicamente se perdió en su propia desolación. Imagino que aun moribundo logró entender que un poco de compañía y calor humano no le hubieran venido mal. Lo irónico es que, como no llevaba ni siquiera un mapa encima, jamás supo que había un refugio equipado para amantes del trekking a pocos kilómetros de donde falleció triste y agotado.

La Fender Stratocaster que Jimmy Hendrix quemó en pleno extasis musical en 1967 no sirvió de mucho después de la proeza, aunque 40 años después llegó a ser subastada, como reliquia, en 340.000 euros. Hendrix terminó hospitalizado después del concierto debido a las quemaduras en sus dedos.

Recuerdo también al personaje de «El perfume», de Patrick Süskind, “Jean-Baptiste Grenouille”, quien con unas gotas de su maravilloso perfume esparcidas en un pañuelo fue capaz de hipnotizar a una muchedumbre furiosa que quería su cabeza. Sin embargo, todo el frasco vertido sobre su cuerpo le resultó una apropiada forma de suicido (a la altura de su desquicio) cuando un grupo de personas atrapadas por el encanto del aroma se comieron a Jean-Baptiste Grenouille sin más preámbulos.

Buda habló del camino del medio, pero sin duda que en los extremos es donde está la diversión. Hay quien baja por las gritas de la Tierra y quien escala sus accidentes geográficos.

A pesar de lo dicho, existen situaciones que no remiten a ninguna desmesura y que, sin embargo, albergan buenos momentos. Allí no puedes establecer cantidades. No se pueden circunscribir mediante estadísticas que atraviesen techos históricos. Cuando escucho, «Blue in green» con Eliana Elías al piano, por ejemplo, no se me ocurren más que imágenes fragmentarias. Postales vividas de hechos vividos e imaginarios. Me sitúo mirando al mar. Caminando sin rumbo por ahí. Acariciando una piel. Alerta, bien despierto en ese minúsculo espacio sonoro, ubicado en quién sabe qué dimensión paralela, juego a que abro puertas. A que transcurro de un modo dulce y fresco.

En lo breve también hay plenitud.

Alejandro Fabbri y Horacio Pagani, la delantera

La historia del periodismo deportivo ha querido que dos sobresalientes profesionales, de distintas generaciones, hayan terminado trabajando en un mismo programa de televisión.

Ha sido para bien de los amantes de fútbol y del deporte en general. A Horacio Pagani y Alejandro Fabbri uno no se los imagina compartiendo un asado en honor de una larga y cálida amistad.

Aunque el respeto exista entre ellos, las diferencias de carácter, formas y de puntos de vista, los hacen incompatibles para tales menesteres afectivos.

Sin embargo, en el universo periodístico, sus singularidades convergen para darle forma a un divertido banquete mediático.

Es ya parte de la historia del oficio su pelea a propósito de la libertad de expresión en «Clarín».

En YouTube el video de los gritos entreverados de los dos tiene miles y miles de visitas. Al final, todos ganaron.

Dejando esta anécdota furiosa a parte, ambos contribuyen a la buena salud del periodismo y del programa que conducen «Estudio Fútbol» (13 a 15 por TyC).

Fabbri es una enciclopedia caminando del fútbol y no sólo eso también uno de los periodista que mejor analiza la realidad de este cada vez más complejo deporte.

En general, no le gusta monologar. Tampoco dictar cátedra.

Deja que los panelistas se expresen, y cuando tiene algo significativo para acotar, toma aire e interviene. Uno, espectador, conserva siempre la sensación de estar esperando: «a ver que piensa Fabbri» del tema.

Pagani, por el contrario, es un protagonista de pura cepa. El frontman de una bande rock.

No teme al ridículo ni a terminar expuesto. Dice lo que piensa y lo que siente. A su modo, con un estilo despojado de medias tintas, con agudeza y el aval de su amplia experiencia, cuenta lo que le dictan el instinto y la piel. Su perfomance es un espectáculo que merece verse.

Fabbri hace números y define estrategias. Pagani está harto de todo y todos y combate hipocresías con su afilada lengua. No tiene empacho en descalificar las mediocridades del periodismo ni de subrayar su retórica vacía. «¡Chicos, pero si no hay nada nuevo!», repite y parece un hombre listo para agarrar el bolso e irse a su casa. Pero, lo entretenido del asunto es que no se va a ninguna parte. Se queda y golpea la pantalla de televisor con el martillo de su total desparpajo.

Fabbri modera. Lo interpreta. Lo acepta a medias y suma. Establece el pulso del programa con palabras sabias y verbo erudito.

Por estos días ambos andan por Sudáfrica.

Uno en Pretoria, a cargo del estudio. Elegante y frugal. El otro, en Johannesburgo, con chalina y boina, como salido de un bar porteño de esos donde se arregla el mundo. ¿Habrá bares así en África?

Uno invita a reflexionar a partir de la madeja de informaciones. El otro patea el tablero. Uno sonríe. El otro carraspea. Uno arma el juego. El otro ataca y define.

En periodismo deportivo, debe ser la mejor delantera argentina en muchos años.

Acerca del vacío

Días atrás, Jostein Gaarder, autor de “El mundo de Sofía”, hablando de estar colmado, explicaba la posibilidad del vacío. Le decía esto a los lectores de El País de España: «La tecnología es una buena herramienta para hacer un seguimiento de las especies en peligro de extinción, de los fenómenos meteorológicos… El problema más importante es el consumismo, y el consumismo de información, de Internet y de la televisión. Antes estaba vaciando la botella, ahora la botella me vacía a mí. Creo que uno puede ser vaciado por Internet y la televisión».

Casualidad o no, ayer comencé a leer la última novela de Haruki Murakami, “De qué hablo cuando hablo de correr” (Tusquets) donde explica que nuestro espíritu no es lo suficientemente sólido para albergar el vacío. Aun así, el escritor japonés, cuenta que lo busca y lo convoca mediante extensas jornadas de “footing”. El vacío nunca llega a la cita pero el resultado siempre es beneficioso. Correr es perderse de uno mísmo. Es viajar sin cámara de fotos a un lugar impreciso.

Ver cinco horas de dibujitos o de series americanas es irse también. La diferencia está en la extraña resaca que nos deja un festín televisivo. Lo digo por experiencia propia. Subyace a la exposición una suerte de incomodidad, de malestar dentro y fuera del cuerpo que denuncia la inercia de la que fuimos partícipes por un tiempo prolongado. Aunque hayamos pasado un buen momento y tengamos uno que otro recuerdo divertido del banquete mediático, indiscutiblemente sentimos que la pantalla se ha apropiado de una pizca de nuestra alma. Es sabido que los indios americanos no permitían que les tomen fotografías por este motivo. Cada fotografía equivalía, para ellos, a relegar una fracción de su ser profundo.

Corro también aunque de un modo mucho más modesto que Murakami y que de cualquier profesional o amateur. Corro porque me he vuelto adicto a las sensaciones posteriores que deja el esfuerzo físico. Corro para atiborrarme de endorminas. Y corro porque la estética corporal es uno de los desafíos concientes de mi época.

Gaarder advierte sobre la obviedad. Dice lo que sólo le está permitido a un escritor de su éxito sin que las quejas se multipliquen. Justo Gaarder que apretó la historia de la filosofía en el pequeño espacio de una novela juvenil.

La televisión y la web en todas sus nuevas y rutilantes formas nos quitan más de lo que nos dan. Ante ciertos materiales audiovisuales el cuerpo y la mente quedan desvalidos. No hay una explicación de porqué ocurre esto.

Acaso se deba a que los estímulos ya están procesados. Son hijos de una intencionalidad que no admite lecturas singulares. Es un guión integrado de forma, color, sonido, que impiden que después de la alimentación visual, se desarrollen verdaderas ideas personales acerca de lo que se ofrece. Puede haberlas pero no es un asunto tan sencillo. Como un dulce artificial y empalagoso que ingresa a nuestro cuerpo con increíble potencia, establece reglas en función de sí mismo. Entonces somos relegados por su mensaje.

No sucede con los libros, simplemente porque en este caso la línea de texto es un componente de la explosión y no la explosión propiamente dicha. Al abrirlo, un libro no nos dice nada. Para que la “pantalla” se ilumine debemos sentarnos y leer. Lo cual equivale a poner mucho de nuestra parte.

Durante miles de años los budistas y los hinduistas han reflexionado acerca de la vacuidad. La mente es como un carro conducido por briosos caballos, grafica el Bhagavad Gita. Aplacar esa energía, domarla, es una de las grandes misiones que se adeuda cada persona. Así fue como los orientales inventaron la meditación, el yoga o la ceremonia del té. Acciones en procura de la no acción.

No poseeo fundamentos para deglosar los diversos caminos que conducen al vacío: el que procuran los medios, el que deviene de un trote prolongado o el que te transforma cuando concluyes una novela. Sólo soy dueño de la sensación. Al final de un libro me descubro lleno de ideas. Como al final de mis correrías, el dulce cansancio tiene el sabor de algo que denominamos paz.

La Era del Vampiro Cool

En la era del sida, los de por sí pálidos vampiros comenzaron a perder color en la industria del cine. Claro, ¿cómo explicar el incómodo hecho de que un chupasangre pudiera terminar infectado con el virus HIV luego de someter la yugular de una de sus víctimas?

Esa fue una de las tantas razones de su temporal extinción de las pantallas sobretodo en los 90. Con 10 años ya transcurridos del nuevo siglo, los vampiros tienen poderosas razones para salir de su tumba. El Sida existe pero de eso no se habla. Los guionistas subsanaron el problema del contagio con una anotación al margen. Antes de succionar, ahora los vampiros testean la sangre ajena con una simple incisión hecha por sus afiladas uñas. Prueban y dictaminan: es, buena. Y si no da, no da.

En diario «Río Negro»

Lisandro Aristimuño: Río del sur

 

Para quien es del sur y ha sido criado (y despeinado) por ese matrimonio salvaje que forman el viento y la inmensidad, no es tan difícil deducir de donde le vienen ciertas maravillosas ideas a Lisandro Aristimuño. 
Sin ir por la vida con el cartel de “Made in Patagona” sobre sus hombros, Aristimuño es una consecuencia del sur. 
La evidencia de que los márgenes también existen. 
Su ideario musical es tan rico y sorprendente que no admite una única definición (¿rock indie? ¿refundación del pop? ¿Neo folk? ¿Importa, acaso?)
Sin embargo, “los cielos de Beltrán” se cuelan por allí. 
Y uno que lleva la Patagonia en la piel, el territorio, como decía Borges, donde no hay nada (que es como abrir una posibilidad al Big Bang), uno que conjura el frío con vino tinto y besos, no puede menos que emocionarse de un modo profundo cuando su música se vuelve parte del aire. 
Juro que no viajaré ya nunca más, en picada por el mapa, hasta lo más extremo, despojado de las canciones de Aristimuño. Ahora son parte de mi equipaje. 
Sin frases como: “Lo que te di se vuelve hacia mí, solo sentí perderte otra vez y esto es así, música para mi, no dejaré ya descansar mis pies”.
Aristimuño ha traducido el sur sin hipocresía, sin adornos, sin mentiras maquilladas de seudoidentidad. 
Es material reinventado por sus manos. 
Por lo demás, su arte contiene muchas otras búsquedas estéticas que exceden el dogma geográfico. 
Advertido el punto, escucharlo me hace pensar en unos ríos que hay allá por donde el diablo perdió el poncho. Ríos de verano. 
Cargados de deshielo, de plantas silvestres, de peces, de vida. 
Poderosas aunque delicadas líneas de agua que atraviesan campos eternos, montañas y tiempo fugado de los relojes, antes de llegar, con su cuerpo entre azul y gris, a los oídos y los ojos de alguien.
En horarios inesperados, pulso play. Me dejo llevar por “Azules turquesas”, por “Blue”, por “La última prosa”. 
Sentado al borde del rumor, de su rumor, de su cadencia mágica, pienso y me voy.